La leyenda dice así:
Consumida y
devorada la Tierra, subvertidos los ciclos y estaciones, tan solo un inmenso
páramo en el horizonte era posible advertir con la mirada. Quedaba algún
esqueleto de lo que fue un árbol. El último árbol. En el camino, el huracán de
polvo aparecía como un espectro amenazante y era imposible seguir. Se
apreciaban a lo lejos las cicatrices de lo que un día fue un gran río y su
serpenteante recorrido hacia el mar. Las oquedades de los valles, antes zonas
de umbría y frescos pastos, eran ahora vertederos de todo lo producido y
consumido. El mar vomitaba sin parar los cuerpos inermes y sin vida de la
pobreza y la persecución. Vomitaba su riqueza expoliada y sus recursos robados,
como basura insostenible.
La ciudad, era el
silencio. De vez en cuando se abrían y cerraban las puertas de los edificios,
provocando un sonido siniestro, lleno de ira. Se dejaban ver aquellos útiles y
objetos cotidianos, moviéndose en la soledad, como intentando cobrar vida y
recuperar algo del sentido que tuvieron. De esta forma se movían mágicamente,
sillas, mesas, cacerolas que salían disparadas de las casas. Ciertos aparatos
por los que alguna vez se hablaba, llenos de imágenes de todo tipo, parloteaban
una y otra vez con sus malditas aplicaciones y anuncios de última novedad. La
vida expuesta sin ningún pudor. Todo se guardaba. Los barrios habían sido
convertidos en enormes terrazas con flores y palmeras de plásticos. Pululaban
mesas repletas de vasos con bebidas a medio terminar. Los restos de una orgía
que quedó interrumpida. La cochambre y la suciedad se multiplicaban por
doquier. Los pobres se hacinaban en multitud de coches desvencijados,
convertidos en viviendas. Allí salían a la busca, a la búsqueda de lo que
encontraran.
Las tinieblas se
habían establecido definitivamente. O al menos eso es lo que pensaban. Los
relatos son confusos y contradictorios, pero parece que todos coincidían en
haber visto y oído una caracola de mar. Se filtraban a través de ella, sonidos
antiguos, voces de mujeres, diosas inquietantes, las semillas de todos los
orígenes. Llevaban en sus cuerpos las marcas de la guerra y la explotación. El
hambre en sus pupilas, era el arma de su rebelión…Su silencio, el poder de las
palabras que aún no se han dicho…
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