LAS CAJAS
Alberto de Frutos
¿Qué hay
en esas cajas?, me pregunta Paloma.
Es su
primer día de trabajo y no puede esconder su decepción. Estoy segura de que
esperaba otro ambiente, una oficina más luminosa y despejada. Mi primer día
también fue un chasco, pero me acostumbré enseguida, qué remedio; y ella
también lo hará, o así lo espero. Hoy todo le parece ruin y opresivo: su mesa,
la ausencia de luz natural y las cajas que se amontonan unas encima de otras y
bloquean el pasillo.
Tú qué
crees, le respondo, tú qué crees que hay en esas cajas.
Le ayudo a
limpiar la mesa que su predecesor, Daniel, dejó hecha un asco, y en los cajones
encontramos una pera pocha que tiramos a la basura. ¿Era eso lo que olía tan
mal?, me pregunta. Le sonrío, me doy la vuelta.
Desde mi posición,
la veo reclinarse sobre la pantalla del ordenador y teclear unas frases.
¿Aguantará?
Ojalá que sí, lo deseo de veras. Somos tres en la oficina: Paloma, en el
departamento editorial; Eva, en el financiero; y yo, en el de prensa, todas
jefas de lo nuestro, aunque sin subordinados a los que mandar.
El
presidente nunca viene. Él se limita a traer las cajas.
Mientras
mis compañeras planifican el trimestre, yo redacto el boletín de novedades para
los medios, un material que, me consta, acabará en sus papeleras de reciclaje.
Cuando tengo un rato, abro un documento en blanco y escribo lo primero que se
me pasa por la cabeza –un poema, un aforismo–, y, cuando no hay nadie en la
oficina, a primera hora de la mañana, por ejemplo, lo recito en secreto al oído
de las cajas.
Eva salta
de la silla, malhumorada: no le cuadran las cuentas o un autor le ha mandado un
correo agresivo por un retraso en las liquidaciones. Paloma bosteza y hojea una
de las últimas novelas que hemos publicado, hasta que abandona la lectura y se
pone a mirar hacia las cajas. Ya no es solo el hedor, ha debido de oír algo.
Temo que se levante y empiece a husmear, que les quite el precinto y que lo que
hay dentro salga fuera. Sería demasiado pronto. Eva me busca con los ojos y me
pide – me exige– que intervenga. Imagino que hipnotizo a nuestra compañera para
que reanude su lectura y se olvide del misterio. Pero la hipnosis no es lo mío,
y Paloma se levanta y se encamina hacia el cerro de cajas. A medida que avanza,
siento que los ruidos y olores se multiplican, y pienso en Daniel, el anterior
responsable editorial, que ya no está con nosotros, y en todos los demás que
tampoco están con nosotros.
Cuando
llega a la altura de la caja de arriba, me acerco a ella y le pongo una mano en
el antebrazo.
–
¿Qué hay en estas cajas, Raquel? –me pregunta.
–
¿Tú qué crees, Paloma? ¿Tú qué crees que hay
en estas cajas?
AMANECÍA
Santiago Navas
Indalecio
levantó la vista, un gato sentado sobre sus cuartos traseros observaba sus
movimientos. Los huesos que acababa de descubrir le habían dejado helado, sin
duda eran humanos. El capataz de la finca le había mandado mover los mojones por
la noche tres metros más allá, así agrandaba los límites de la Huerta sobre el
suelo público colindante.
“Calla y
hazlo, gañán, si no lo harán otros por ti...” Esa era la costumbre en aquellos
tiempos, ir tomando trozos de la antigua dehesa, hoy en desuso porque ya no
había ganado, o al menos no subía hasta allí, y el terreno había perdido todas
sus encinas a base de cortar leña para calentar los hogares de la ciudad. Una
mala disposición administrativa autorizó que cada cual entresacara lo que necesitase
para abastecimiento propio, pero a una entresaca siguió otra y al final solo
quedaron terrones, piedras y encinas sueltas que también acabaron en el fuego o
como armazón de una chabola y ya no hubo nada más que sacar, así que ahora el
erial era pasto de ampliaciones ilegales a favor de los propietarios de las
huertas que lo rodeaban.
Años ha,
un capitán carabinero concluyó que la desaparición de Sabino “el mielero”
quedaba
irresoluta.
Ni cuerpo ni reo, sólo indicios de una pelea entre dos hombres que dijo un
borracho que vio, durante una noche de farra nublado por el alcohol. Y como sin
cuerpo no hay delito y a Sabino no le reclamó más que una alcarreña descalza en
busca de los dineros, se dio carpetazo al asunto. Porque un puñal ensangrentado
puede ser cualquier cosa, aunque nadie sepa decir de quién o de qué.
Así que
Indalecio miró al gato, sus grandes ojos verdes le observaban y parecían
preguntarle “¿pero tu sabes en la que te vas a meter como digas que has
encontrado unos huesos?”. Y se lo imaginó, el capataz le echaría de la finca,
perdería el trabajo y con ello, el único sustento de su familia y la chabola
que a pulso se acababa de levantar en los Altos de Tetuán, donde su mujer
trajinaba con los tres zagales. Ahora que estaban a punto de entrar en “la
escuelita del Carmen” para hijos de trabajadores de la Huerta. No, no era por
él ni por la Ambrosia, era por ellos, para que tuvieran un futuro que no fuera
destripar terrones y mover mojones. A fin de cuentas, aunque aquellos restos
fueran lo que quedaba de Sabino “el mielero”, el tiempo ya había borrado su
recuerdo.
El
Indalecio tomó una piedra y machacó el cráneo donde se conocía el agujero
abierto por un puñal; luego hizo lo mismo con otros huesos y comenzó a
diseminar los restos por todo el contorno, incluso mientras iba a la casa del
guardés, o luego subiendo por la cuesta hacia la chabola que se acababa de
levantar en los Altos de Tetuán, donde la Ambrosia trajinaría con los tres
zagales... que se acababan de levantar.
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