domingo, 9 de mayo de 2021

Alberto de Frutos y Santiago Navas ganadores del Premio Huerta del Obispo de Relato Corto

 



Licenciado en Periodismo por la UCM, ha seguido el primer curso de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en esta Universidad. Director de la revista Turismo Rural, ha sido quince años redactor jefe de la revista Historia de España y el Mundo, colaborando como crítico literario con la agencia cultural Aceprensa. Hasta la fecha, ha publicado el libro de poemas «Selva de noviembre» (UCM, 2002), las novelas cortas «El beso de la señora Darling» (Hontanar, 2007) y «Elisa o el laberinto de los inocentes» (Verbum, 2017), los libros de relatos «Utopías. Crónicas de un futuro incierto» (Cydonia, 2009), «La soledad dejó de ser perfecta» (Talentura, 2010), «Familias estructuradas» (Paréntesis, 2013) y «Tiempos y costumbres» (Autores Premiados, 2014), y los ensayos «Breve historia de la literatura española» (Nowtilus, 2016), «Historia a pie de calle» (Larousse, 2016), «La Segunda República española en 50 lugares» (Cydonia, 2019) y «30 paisajes de la Guerra Civil» (Larousse, 2020). Próximamente, verá la luz mi nuevo libro de relatos, «Verdes hojas ovaladas»

LAS CAJAS

Alberto de Frutos

¿Qué hay en esas cajas?, me pregunta Paloma.

Es su primer día de trabajo y no puede esconder su decepción. Estoy segura de que esperaba otro ambiente, una oficina más luminosa y despejada. Mi primer día también fue un chasco, pero me acostumbré enseguida, qué remedio; y ella también lo hará, o así lo espero. Hoy todo le parece ruin y opresivo: su mesa, la ausencia de luz natural y las cajas que se amontonan unas encima de otras y bloquean el pasillo.

Tú qué crees, le respondo, tú qué crees que hay en esas cajas.

Le ayudo a limpiar la mesa que su predecesor, Daniel, dejó hecha un asco, y en los cajones encontramos una pera pocha que tiramos a la basura. ¿Era eso lo que olía tan mal?, me pregunta. Le sonrío, me doy la vuelta.

Desde mi posición, la veo reclinarse sobre la pantalla del ordenador y teclear unas frases.

¿Aguantará? Ojalá que sí, lo deseo de veras. Somos tres en la oficina: Paloma, en el departamento editorial; Eva, en el financiero; y yo, en el de prensa, todas jefas de lo nuestro, aunque sin subordinados a los que mandar.

El presidente nunca viene. Él se limita a traer las cajas.

Mientras mis compañeras planifican el trimestre, yo redacto el boletín de novedades para los medios, un material que, me consta, acabará en sus papeleras de reciclaje. Cuando tengo un rato, abro un documento en blanco y escribo lo primero que se me pasa por la cabeza –un poema, un aforismo–, y, cuando no hay nadie en la oficina, a primera hora de la mañana, por ejemplo, lo recito en secreto al oído de las cajas.

Eva salta de la silla, malhumorada: no le cuadran las cuentas o un autor le ha mandado un correo agresivo por un retraso en las liquidaciones. Paloma bosteza y hojea una de las últimas novelas que hemos publicado, hasta que abandona la lectura y se pone a mirar hacia las cajas. Ya no es solo el hedor, ha debido de oír algo. Temo que se levante y empiece a husmear, que les quite el precinto y que lo que hay dentro salga fuera. Sería demasiado pronto. Eva me busca con los ojos y me pide – me exige– que intervenga. Imagino que hipnotizo a nuestra compañera para que reanude su lectura y se olvide del misterio. Pero la hipnosis no es lo mío, y Paloma se levanta y se encamina hacia el cerro de cajas. A medida que avanza, siento que los ruidos y olores se multiplican, y pienso en Daniel, el anterior responsable editorial, que ya no está con nosotros, y en todos los demás que tampoco están con nosotros.

Cuando llega a la altura de la caja de arriba, me acerco a ella y le pongo una mano en el antebrazo.

         ¿Qué hay en estas cajas, Raquel? –me pregunta.

         ¿Tú qué crees, Paloma? ¿Tú qué crees que hay en estas cajas?



"Madrileño durante los primeros 26 años y luego, otros 26 años sevillano; de vuelta al barrio de mi primera etapa, me encanta reencontrarme con los recuerdos, conocidos y cosas que dejé, pero es inevitable tener “el corazón partío”. La escritura es un reflejo de la lectura, sin que el resultado sea comparable, ni en cantidad ni en calidad, el uno de lo otro, pero sí me gusta la tarea en ambos casos por igual. Ni acumulo premios, ni puedo mostrarlos (por ausencia de ellos), pero me esfuerzo en participar y para mi es un orgullo, pues luego los reflejo, junto con otras cosas, en mi blog que es mi consuelo y entretenimiento de horas y para encontrarlo, basta con poner mi nombre y dos apellidos en google."

AMANECÍA

Santiago Navas 

Indalecio levantó la vista, un gato sentado sobre sus cuartos traseros observaba sus movimientos. Los huesos que acababa de descubrir le habían dejado helado, sin duda eran humanos. El capataz de la finca le había mandado mover los mojones por la noche tres metros más allá, así agrandaba los límites de la Huerta sobre el suelo público colindante.

“Calla y hazlo, gañán, si no lo harán otros por ti...” Esa era la costumbre en aquellos tiempos, ir tomando trozos de la antigua dehesa, hoy en desuso porque ya no había ganado, o al menos no subía hasta allí, y el terreno había perdido todas sus encinas a base de cortar leña para calentar los hogares de la ciudad. Una mala disposición administrativa autorizó que cada cual entresacara lo que necesitase para abastecimiento propio, pero a una entresaca siguió otra y al final solo quedaron terrones, piedras y encinas sueltas que también acabaron en el fuego o como armazón de una chabola y ya no hubo nada más que sacar, así que ahora el erial era pasto de ampliaciones ilegales a favor de los propietarios de las huertas que lo rodeaban.

Años ha, un capitán carabinero concluyó que la desaparición de Sabino “el mielero” quedaba

irresoluta. Ni cuerpo ni reo, sólo indicios de una pelea entre dos hombres que dijo un borracho que vio, durante una noche de farra nublado por el alcohol. Y como sin cuerpo no hay delito y a Sabino no le reclamó más que una alcarreña descalza en busca de los dineros, se dio carpetazo al asunto. Porque un puñal ensangrentado puede ser cualquier cosa, aunque nadie sepa decir de quién o de qué.

Así que Indalecio miró al gato, sus grandes ojos verdes le observaban y parecían preguntarle “¿pero tu sabes en la que te vas a meter como digas que has encontrado unos huesos?”. Y se lo imaginó, el capataz le echaría de la finca, perdería el trabajo y con ello, el único sustento de su familia y la chabola que a pulso se acababa de levantar en los Altos de Tetuán, donde su mujer trajinaba con los tres zagales. Ahora que estaban a punto de entrar en “la escuelita del Carmen” para hijos de trabajadores de la Huerta. No, no era por él ni por la Ambrosia, era por ellos, para que tuvieran un futuro que no fuera destripar terrones y mover mojones. A fin de cuentas, aunque aquellos restos fueran lo que quedaba de Sabino “el mielero”, el tiempo ya había borrado su recuerdo.

El Indalecio tomó una piedra y machacó el cráneo donde se conocía el agujero abierto por un puñal; luego hizo lo mismo con otros huesos y comenzó a diseminar los restos por todo el contorno, incluso mientras iba a la casa del guardés, o luego subiendo por la cuesta hacia la chabola que se acababa de levantar en los Altos de Tetuán, donde la Ambrosia trajinaría con los tres zagales... que se acababan de levantar.




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